El día 15 de este mes comenzó el juicio contra los responsables de la protectora de Torremolinos, acusados de exterminar a miles de perros y gatos provocándoles, además, terribles agonías.
Cabe recordar que en España decenas de miles de animales son abandonados cada año y la labor de protección animal recae en personas admirables que deciden dedicarse a los más indefensos, supliendo la dejación de funciones de las administraciones públicas.
En España estamos tristemente acostumbrados al horror de las perreras. En el mejor de los casos disponen de lo necesario para que los animales puedan comenzar a recuperarse de sus heridas físicas pero rara vez mejoran allí sus dolencias emocionales. Dejan atrás el maltrato, los golpes, la desnutrición..., pero la soledad, la ansiedad y el miedo se apoderan de su día a día.
Los animales no son una prioridad para las administraciones, y en muchos casos las perreras públicas están gestionadas por empresas completamente ajenas a todo lo relacionado con la protección animal. La ética y la compasión quedan al margen cuando se trata de adjudicar un posible negocio. La búsqueda del beneficio económico y la concepción de los animales únicamente como un peligro potencial para la salud humana convierten a muchas de esas perreras en agujeros infernales sistemáticamente denunciadas por vecinos y activistas.
En un país donde decenas de miles de animales son abandonados cada año, la labor de protección animal recae la mayor parte de las veces en personas que deciden dedicarse a los más indefensos, supliendo la dejación de funciones de las administraciones en una lucha titánica día tras día, y dejando en el camino sus propios recursos, su salud, sus amistades, su vida.
Son personas que rescatan a los animales abandonados en campos, cunetas, rotondas, que se los llevan a su casa, al terreno cedido por algún particular o adquirido con mucho sudor y más lágrimas. Les dedican su tiempo, su dinero, su cariño. Pasan días en veterinarios aferrándose a toda posibilidad de vivir, noches en vela exprimiendo la creatividad para recaudar unos fondos siempre escasos para atender a los animales que siguen llegando, horas interminables intentando convencer a una sociedad que parece ciega y sorda de la necesidad de esterilizar a los animales con los que convivimos, de la urgencia de educar a las nuevas generaciones en el respeto por los animales, de lo que implica sumar a un nuevo miembro a nuestra familia.
Carmen Marín podía haber sido una de esas personas pero está siendo juzgada por haberse convertido, presuntamente, en todo lo contrario: en la última pesadilla de los animales a su cargo. Según la acusación, que aporta al juicio el informe del Seprona tras la investigación, perros y gatos eran asesinados sin justificación alguna solo pocos días, a veces horas, después de haber llegado a sus instalaciones. No cabe hablar de eutanasia, dado que nada se hizo por ahorrarles sufrimiento, sino más bien al contrario. Ni siquiera cabe hablar de sacrificio. Es asesinato, puro y duro.
Los agentes encontraron cadáveres de animales que habían sido congelados vivos. Todos murieron después de largas agonías, tras inyectarles sustancias utilizadas habitualmente para las eutanasias pero en dosis insuficientes y por vías distintas a la intravenosa. Carmen Marín y su ayudante están acusados de apagar las cámaras de seguridad y subir el volumen de la radio para ahogar los alaridos de sus víctimas. La acusación los considera responsables de un delito de maltrato animal continuado, y en el caso de Carmen, además, de falsedad documental e intrusismo profesional. La máxima responsable de Parque Animal se enfrenta a una petición de cuatro años de prisión.
El Juzgado de lo Penal número 14 de Málaga tendrá que determinar si realmente fueron responsables de ese exterminio e imponerles la pena correspondiente en aplicación de la ley. Una ley que es muy laxa cuando los condenados son humanos y sus víctimas pertenecen a otra especie animal, aunque sea la más amiga.
Parque Animal, el infierno en el que muchos animales que se creían a salvo encontraron la peor de las muertes, se nutría de las aportaciones de sus socios pero también de la subvención otorgada por el Ayuntamiento de Torremolinos, propietario de los terrenos y que además asumía el coste de las incineraciones de los animales. La Justicia resolverá y cerrará este caso pero nos seguiremos preguntando cómo es posible que la atrocidad solo se conociera tras la denuncia de un trabajador, que nadie en el Ayuntamiento verificara lo que ocurría en esos terrenos ni se preguntara de dónde salían tantos animales para incinerar, que nadie escuchara esos alaridos.
Seguiremos acongojados ante la desprotección cotidiana de los animales, incluso cuando el exterminio ha quedado demostrado, luchando contra el exterminio cotidiano de otros muchos animales, defendiendo a las miles de personas que sí se dejan su vida por ellos y combatiendo cada día el exterminio silencioso perpetrado por quienes se parapetan en cualquier justificación para no ver la urgencia de movilizarnos y gritar "¡Basta!" en nombre de todos esos animales víctimas de un exterminio cotidiano y silenciado.
En un país donde decenas de miles de animales son abandonados cada año, la labor de protección animal recae la mayor parte de las veces en personas que deciden dedicarse a los más indefensos, supliendo la dejación de funciones de las administraciones en una lucha titánica día tras día, y dejando en el camino sus propios recursos, su salud, sus amistades, su vida.
Son personas que rescatan a los animales abandonados en campos, cunetas, rotondas, que se los llevan a su casa, al terreno cedido por algún particular o adquirido con mucho sudor y más lágrimas. Les dedican su tiempo, su dinero, su cariño. Pasan días en veterinarios aferrándose a toda posibilidad de vivir, noches en vela exprimiendo la creatividad para recaudar unos fondos siempre escasos para atender a los animales que siguen llegando, horas interminables intentando convencer a una sociedad que parece ciega y sorda de la necesidad de esterilizar a los animales con los que convivimos, de la urgencia de educar a las nuevas generaciones en el respeto por los animales, de lo que implica sumar a un nuevo miembro a nuestra familia.
Carmen Marín podía haber sido una de esas personas pero está siendo juzgada por haberse convertido, presuntamente, en todo lo contrario: en la última pesadilla de los animales a su cargo. Según la acusación, que aporta al juicio el informe del Seprona tras la investigación, perros y gatos eran asesinados sin justificación alguna solo pocos días, a veces horas, después de haber llegado a sus instalaciones. No cabe hablar de eutanasia, dado que nada se hizo por ahorrarles sufrimiento, sino más bien al contrario. Ni siquiera cabe hablar de sacrificio. Es asesinato, puro y duro.
Los agentes encontraron cadáveres de animales que habían sido congelados vivos. Todos murieron después de largas agonías, tras inyectarles sustancias utilizadas habitualmente para las eutanasias pero en dosis insuficientes y por vías distintas a la intravenosa. Carmen Marín y su ayudante están acusados de apagar las cámaras de seguridad y subir el volumen de la radio para ahogar los alaridos de sus víctimas. La acusación los considera responsables de un delito de maltrato animal continuado, y en el caso de Carmen, además, de falsedad documental e intrusismo profesional. La máxima responsable de Parque Animal se enfrenta a una petición de cuatro años de prisión.
El Juzgado de lo Penal número 14 de Málaga tendrá que determinar si realmente fueron responsables de ese exterminio e imponerles la pena correspondiente en aplicación de la ley. Una ley que es muy laxa cuando los condenados son humanos y sus víctimas pertenecen a otra especie animal, aunque sea la más amiga.
Parque Animal, el infierno en el que muchos animales que se creían a salvo encontraron la peor de las muertes, se nutría de las aportaciones de sus socios pero también de la subvención otorgada por el Ayuntamiento de Torremolinos, propietario de los terrenos y que además asumía el coste de las incineraciones de los animales. La Justicia resolverá y cerrará este caso pero nos seguiremos preguntando cómo es posible que la atrocidad solo se conociera tras la denuncia de un trabajador, que nadie en el Ayuntamiento verificara lo que ocurría en esos terrenos ni se preguntara de dónde salían tantos animales para incinerar, que nadie escuchara esos alaridos.
Seguiremos acongojados ante la desprotección cotidiana de los animales, incluso cuando el exterminio ha quedado demostrado, luchando contra el exterminio cotidiano de otros muchos animales, defendiendo a las miles de personas que sí se dejan su vida por ellos y combatiendo cada día el exterminio silencioso perpetrado por quienes se parapetan en cualquier justificación para no ver la urgencia de movilizarnos y gritar "¡Basta!" en nombre de todos esos animales víctimas de un exterminio cotidiano y silenciado.
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