Cuenta la leyenda que un día, Dios salió a caminar por el mundo para contemplar su creación. Mientras cruzaba el desierto, escuchó los lamentos de un beduino y se detuvo para averiguar la razón de su llanto.
—¿Qué te sucede?—le preguntó.
—¡Oh. Altísimo!—replicó el hombre—. He viajado por la Tierra y he visto las incontables riquezas que les diste a otros pueblos. Ellos tienen ríos caudalosos, tierras fértiles, inmensos bosques y montañas de oro y plata. A mí, en cambio, solo me diste esta arena que quema mis pies.
Dios miró a su alrededor y reconoció que el beduino tenía razón.
—No llores más—le dijo—. Te daré algo que ningún otro ser humano tiene.
Entonces, el Supremo extendió su mano derecha y convocó al viento del sur. Luego, extendió su mano izquierda y moldeó, con ese viento, una figura mientras exclamaba:
—¡Tendrás la visión del águila y la valentía de un león! ¡Serás tan elegante como una gacela y tan fuerte como un tigre! ¡Tu memoria igualará a la de un elefante y tu resistencia, a la de un camello!
Poco a poco, la ráfaga de viento fue tomando forma mientras el Infinito Señor continuaba:
—¡Te daré cascos duros como la roca y tu pelaje será suave como el plumaje del ruiseñor! ¡Serás leal, inteligente e incansable para el trabajo! ¡Tendrás la belleza de una reina y la majestad de un rey!
Luego, el Creador sopló en el hocico de la figura y le infundió vida.
—Ahora—dijo—, te daré como mi obsequio a los beduinos. Ellos aprenderán a conocerte y cabalgarán sobre tu lomo. Y tú correrás por la Tierra como el viento del cual estás hecho.
Así, cuentan los árabes, fue como su pueblo recibió al caballo, el regalo preferido de Dios.
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